La Verdadera Oración del Señor

Kevin Sadler|Juan 17:1-26 es la oración de Cristo más larga registrada en las Escrituras.

por Kevin Sadler

La Sociedad Bíblica Bereana (Berean Bible Society) publica semanalmente en su sitio web artículos devocionales con el nombre More Minutes with the Bible, al cual puede suscribirse siguiendo en enlace anterior. En 2T15, publicamos traducciones al español de dichos artículos, con la finalidad de poner el mensaje de la gracia de Dios al alcance de los hermanos en Cristo de habla hispana. Sea de bendición para su vida.

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Juan 17:1-26 es la oración de Cristo más larga registrada en las Escrituras. Durante Su ministerio terrenal, Cristo oró frecuentemente al Padre (Mateo 11:25-26; 14:19,23; Marcos 1:35; Lucas 6:12; Juan 11:41-42), pero muy poco del contenido de esas oraciones está registrado. Por lo tanto, esta oración en Juan 17 revela una mirada más profunda al precioso contenido de la comunión del Hijo con Su Padre en el cielo. Aunque Mateo 6:9-13 y Lucas 11:2-4 han llegado a ser conocidos como “la Oración del Señor”, Cristo enseñó esa oración a los discípulos como modelo para orar durante la Tribulación. Sin embargo, la oración registrada en Juan 17 realmente puede llamarse la Oración del Señor.

Comunión con el Padre (Juan 17:1-5)

Estas cosas habló Jesús, y levantando los ojos al cielo, dijo: Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti (Juan 17:1 - RV1960)

En los versículos 1-5, el Señor Jesucristo oró acerca de la gloria y glorificación del Padre y del Hijo.

Nuestro Señor hizo esta oración en presencia de Sus discípulos la noche antes de ser crucificado. Así, en el versículo 1, cuando el Señor dijo: “Padre, la hora ha llegado”, se refería el momento de Su muerte, sepultura, resurrección y ascensión. La Cruz fue el propósito mismo por el cual Cristo vino al mundo. El Señor había dicho anteriormente en Juan: “Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora” (Juan 12:27 cf. Juan 13:1).

En Juan 17:1, Cristo pidió al Padre: “glorifica a tu Hijo”, o muestra plenamente el carácter, la majestad, los atributos y la identidad divinos del Hijo a través de Su pasión. A diferencia del evangelio de la gracia (1 Corintios 15:3-4), la fe en la identidad del Hijo es lo que otorgaba al hombre la salvación de sus pecados bajo los términos del evangelio del reino. Ese es el propósito del Evangelio de Juan (Juan 20:31 cf. Juan 1:41,49; 4:29; 6:69). Cuando el Señor oró: “glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti”, es el Hijo quien revela al Padre (Juan 1:18; 12:45), y al llevar a cabo el plan de redención, Cristo trajo gloria al Padre al revelar todos Sus atributos supremamente divinos tales como Su amor, misericordia, justicia, sabiduría, poder y omnisciencia.

El Padre le dio al Hijo “potestad” o autoridad sobre todo lo que hay en el cielo y la tierra (Mateo 28:18), y “sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le diste [el Padre]” (Juan 17:2). Anteriormente en Juan, el Señor explicó más plenamente quienes son aquellos que el Padre le dio:

Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero. Escrito está en los profetas: Y serán todos enseñados por Dios. Así que, todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí. (Juan 6:44-45)

Dios atrajo a las personas a su Hijo a través de la Palabra, la Palabra escrita del Antiguo Testamento, y/o a través de la Palabra viva, Jesucristo, mientras caminó sobre la tierra y ministró. A medida que la Palabra enseña a las personas de Dios, y escuchan y aprenden, el Padre las atrae a venir a Su Hijo para encontrar vida. Cristo enseñó y habló las palabras de Dios a lo largo de Su ministerio terrenal. El pueblo que el Padre le había dado eran aquellos que escucharon y respondieron en fe a Cristo, y Cristo les dio vida eterna (Juan 10:27-30).

La manera en la que un hombre recibía la vida eterna bajo el evangelio del reino era como Cristo oró en Juan 17:3: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”. Uno conoce a Dios Padre conociendo y creyendo en el Hijo. Y a aquellos que conocieron al Hijo y creyeron en Su identidad como el Mesías, el Hijo de Dios les concedió vida eterna bajo el evangelio del reino (Juan 5:24; 1 Juan 5:11-13,20).

El Señor oró: “Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese” (Juan 17:4). Cristo glorificó y dio a conocer al Padre haciendo su voluntad y completando la obra que le encomendó. Terminar la obra del Padre era imperativo para el Señor durante Su ministerio terrenal. En Juan 4:34, Cristo dijo: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra”.

Habiendo terminado su obra y sabiendo que vino de Dios y estaba por regresar a Dios (Juan 13:3), Cristo pidió al Padre que lo glorificara con la gloria que tenía consigo antes de que el mundo existiera (Juan 17:5). Cristo oró esto porque Él es Dios, que preexistió al tiempo y a la creación, y es eterno. Más adelante en la oración, el Señor declaró que el Padre lo amaba “antes de la fundación del mundo” (Juan 17:24). Desde toda la eternidad, el Padre y el Hijo han disfrutado de comunión compartida (Juan 1:1), gloria (Juan 17:5) y amor perfecto (Juan 17:24).

Oración por los Discípulos (Juan 17:6-19)

He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste; tuyos eran, y me los diste, y han guardado tu palabra. (Juan 17:6)

En los versículos 6-19, Cristo oró por “los hombres que del mundo me diste”, refiriéndose a los discípulos. Cristo dijo a sus discípulos en Juan 15:19: “Yo os elegí del mundo”.

Los discípulos fueron elegidos del mundo para ser separados de él, para que Cristo los usara para alcanzarlo (Mateo 28:19-20) con el evangelio del reino.

En el versículo 7 de Juan 17, vemos cómo los discípulos eran representantes capaces de Cristo porque sabían que Su misión (Juan 3:16- 17) y Su mensaje fueron del Padre (Juan 12:49). Recibieron y aceptaron las palabras de Cristo como verdad y vida (Juan 6:68). Y el Señor declaró en Juan 17:8 que ellos conocían y creían dos verdades: primero, que Cristo había venido de Dios (Juan 16:27,30), y segundo, que Dios lo envió (1 Juan 4:14).

Cuando el Señor declaró: “Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo”, en Juan 17:9, esto no significa que Cristo no se preocupaba por el mundo, porque sabemos que Dios ama al mundo y envió a su Hijo “para que el mundo sea salvo por él” (Juan 3:17). Más bien, el Señor declaró que no estaba orando por el mundo porque Su oración por protección, unidad, gozo y santificación no se aplicaba a ellos; solo se aplica a aquellos que pertenecen a Dios. En amor, el Señor no oró para que el mundo de los incrédulos fuera guardado, unido y santificado en su rebelión e incredulidad. El mundo necesita ser salvo de esta condición a través de Cristo.

El Hijo oró por los discípulos, diciéndole al Padre en los versículos 9-10 del capítulo 17 que “tuyos son, y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío”. El Padre y el Hijo son iguales, y lo que es de uno es del otro (Juan 10:30; 16:15). Y Cristo fue “glorificado en ellos” (Juan 17:10), en los discípulos, porque creyeron en Él y en Quién es.

En el versículo 11, cuando Cristo dijo al Padre que “ya no estoy en el mundo”, anticipó su regreso al cielo, orando como si ya se hubiera ido. “Mas éstos están en el mundo” reflejaba la preocupación del Señor por Sus discípulos a quienes dejaría atrás. Por eso, el Señor oró: “Padre santo… guárdalos en tu nombre”. “Guardar” significa vigilar, cuidar, preservar. El Señor oró esto porque los discípulos tendrían que enfrentar el odio del mundo (Juan 15:18-19) y los problemas (Juan 16:33) sin la presencia inmediata de Cristo. En Su ausencia del mundo, Cristo deseó “que sean uno, así como nosotros”, o modelados según la unidad eterna y perfecta de la Trinidad (Salmos 133:1) para que puedan soportar las dificultades del ministerio juntos.

En el versículo 12 de Juan 17, Cristo oró acerca de haber guardado y protegido a los discípulos cuando estuvo en el mundo, de modo que ninguno de ellos se perdió, excepto Judas Iscariote, para “que la Escritura se cumpliese” (Juan 17:12 cf. Salmos 41:9). Pero Judas nunca fue creyente; él era “el hijo de perdición”. Por su incredulidad y traición, Judas Iscariote (Juan 6:70-71) se identifica con Su destino: la perdición (cf. 2 Tesalonicenses 2:3).

Cuando el Señor dijo al Padre: “Hablo esto en el mundo, para que tengan mi gozo cumplido en sí mismos” (Juan 17:13), significaba que el Señor había hecho esta oración en voz alta (cf. Juan 17:1) para beneficio de sus discípulos, para que pudieran tener la medida plena de su gozo al escuchar sus palabras de consuelo.

Los discípulos necesitaban el gozo y el consuelo de Cristo. Como los discípulos ahora no se ajustaban a las creencias y valores del mundo, fueron odiados (Juan 17:14; 15:19). Sin embargo, el Señor no oró por el aislamiento de los discípulos del mundo hostil, sino para que el Padre los preservara en medio de él (Juan 17:15). Y en el mundo hostil, oró para que los discípulos fueran guardados específicamente “del mal”, o del maligno, Satanás, quien “como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar” (1 Pedro 5:8).

Con Cristo y los discípulos sin ser “del mundo” (Juan 17:16), el Señor oró por la verdad de Dios para santificar a los discípulos a fin de que hicieran la voluntad del Padre como lo hizo el Señor. Santificar (Juan 17:17) significa apartar; en el contexto de las Escrituras, significa ser apartado para Dios. Dios no delega el proceso santificador. Él no nos ordena que lo hagamos por nuestra cuenta. Dios mismo lo hace (1 Tesalonicenses 5:23) mientras vivimos por la fe en Él.

A medida que Dios nos santifica y nos aparta para sí mismo, lo hace por la verdad de Su Palabra (Juan 17:17). Cuanto más cerca estamos del Señor, más lejos nos encontramos de la impiedad y la mundanalidad. Lo que Dios nos revela cambia nuestra forma de pensar, nuestros valores y nuestras prioridades, y nos lleva a ser apartados para Dios y Sus propósitos. Esa fue la oración de Cristo por sus discípulos.

El Señor no quería que los discípulos fueran quitados del mundo (Juan 17:15), y tampoco que fueran del mundo (Juan 17:16). Como sus representantes, debían estar en el mundo (Juan 17:18) pero no ser de él. Cuando el Señor oró: “Y por ellos yo me santifico a mí mismo” (Juan 17:19), se refirió a que estaba completamente separado para hacer la voluntad de Dios e ir a la cruz, y su oración fue que su ejemplo pudiera incitar a los discípulos al mismo tipo de entrega y sacrificio.

Oración por los futuros creyentes del Reino (Juan 17:20-26)

Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos (Juan 17:20)

En los versículos 20-26, Cristo oró “también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos”, o por aquellos quienes creerían por el testimonio de los discípulos (Juan 17:20). Cristo envió a Sus discípulos al mundo (Juan 17:18) para compartir el evangelio del reino y, como resultado, muchos creerían. Mientras oraba por los discípulos (Juan 17:11), Cristo oró para que los creyentes del reino pudieran ser uno y exhibir el carácter y la unidad de la Deidad (Juan 17:21).

Cuando Cristo oró “para que el mundo crea que tú me enviaste” (Juan 17:21), esto significaba que el mundo creyera que Cristo es el Hijo de Dios, una creencia que era requerida para la salvación bajo el evangelio del reino (Juan 6:40; 20:31).

En el versículo 22 de Juan 17, el Señor oró: “La gloria que me diste, yo les he dado”. “La gloria” que el Padre dio al Hijo es la gloria de Sus palabras. Como dijo el Señor anteriormente en Su oración: “Porque las palabras que me diste, les he dado” (Juan 17:8). Estas palabras fueron dadas “para que sean uno”, ya que la unidad que Cristo deseaba para los creyentes del reino debía basarse en la verdad, la verdad de las palabras de Dios.

En el versículo 23, Cristo oró para que la unidad en la iglesia del reino fuera tan grande y tan completa que el mundo sabría, tomaría nota y se daría cuenta de que su fe era real, que Cristo es Dios el Hijo, y que estos creyentes eran suprema, profunda y eternamente amados por Dios.

Cristo entonces oró para que estos creyentes del reino “donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria” (Juan 17:24), orando para que estén con Él cuando reine en gloria en Su reino sobre la tierra (Juan 12:26; 14:2-3). Contemplarán su gloria en aquel día.

El Hijo ha conocido y ha sido amado por el Padre desde antes de la fundación del mundo (Juan 17:24). Como dijo Cristo en Juan 7:29: “Pero yo le conozco, porque de él procedo, y él me envió”. En contraste, el Señor oró: “el mundo no te ha conocido” (Juan 17:25). El mundo no conoce al Padre porque rechaza al Hijo que lo revela (Juan 1:10; 15:21). Para conocer al Padre, hay que conocer al Hijo. Los discípulos y los creyentes del reino, sin embargo, sabían y creían que el Padre envió al Hijo (Juan 17:25).

Cristo había declarado el nombre del Padre durante Su ministerio terrenal, y afirmó que Él lo dará a conocer aún (Juan 17:26), anticipando su resurrección. Después de que Cristo resucitara, continuaría dando gloria al Padre. Cristo estaba a horas de la cruz, pero declaró “para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos” (Juan 17:26). Conociendo el trato injusto, el sufrimiento y la muerte que le esperaban, Cristo afirmó y supo que el Padre lo amaba. Y el Señor oró para que este amor divino y eterno pudiera estar en los creyentes del reino.

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